Quintaesencia de Venus

Art Contemporáneo, revista y galería virtual, te comparte Quintaesencia de Venus, cuento inédito de Juan Carlos Cruz en el que la perfumística funge como pretexto para desplegar una narrativa con notas de comedia negra.

 

Quintaesencia de Venus

—Y sobre todo no te obsesiones… —dijo el parroquiano que estaba apostado en la esquina de la barra, donde un haz vertical de luz iluminaba la mitad izquierda de su persona, justo donde estaba su ojo funcional.

Le cayó pesimamente mal que un gordo tuerto, jorobado, enano, entrometido, con la nariz roja de alcohólico y expresión de sátiro se atreviera a darle consejos a él que tenía un posgrado y que alguna vez, en el viejo régimen, fuera censor de contenidos televisivos y radiales y ganara por encima del promedio.

—Aquí por una lana puedo conseguirte lo que buscas ¿qué te apetece, muchacho?

Flavio, quien agitaba su bebida, pronto se desconcentró de su vaso de whisky en las rocas y volteó a ver unas fracciones de segundo a Óscar, quien, de inmediato movió su globo ocular en otra dirección, esquivando velozmente la mirada de su interlocutor. Flavio había caído en El Edén, un cubil de réprobos incorregibles muy ajeno a su círculo de amistades las cuales consideraban este submundo como una manifestación de la iniquidad social.

*

Un año atrás, para ser precisos la víspera del día del Amor y la Amistad (acaso en una de sus múltiples salidas a bares, restaurantes, hoteles, moteles, casinos, teatros, cines y centros comerciales), Pamela V.  le regaló un extracto de hierbas, frutas y flores en un pequeño frasco rojo en forma de corazón que Flavio al cabo escondió en una sección secreta de su enorme y variado closet para evitar que su esposa sospechara que tenía una amante (el armario de Flavio por sí mismo ocupaba toda una pared y dentro de él guardaba una colección de camisas, perfumes, zapatos, relojes y accesorios que hinchaban su vanidad).

Tiempo después —cuando supo que Pamela se había casado con don Maximiliano von Sidow, un anciano sueco millonario que había abandonado a su familia por gozar con ella—, como por casualidad encontró la botella. Se maravilló, la observó a trasluz como a una piedra preciosa y aflojó el corcho que la tapaba. Una tenue fragancia caliente —como de una viva sustancia en ebullición— un poco dulce y picante salió y se mezcló en el aire que respiraba.

Escuchó de nuevo las palabras de Pam:

—Quintaesencia de Venus, así planeo llamar a esta combinación de extractos creada por mí.

Casualmente en ese momento pasaba Cándido, su gato bicolor de nariz rosa y ojos celestes, quien luego de hacer un repentino alto, alzó los bigotes hacia su interlocutor y maulló flemáticamente. Con el botellín en la mano derecha Flavio se acuclilló para acariñarlo en el cuello con la izquierda.

Cuando el gato tuvo cerca la fragancia Quintaesencia de Venus emitió un maullido más lánguido que el anterior y ante la mirada asombrada de su dueño, el michi se desmayó súbitamente en el suelo de mosaicos del vestidor.

*

Cuando quitó el corcho al recipiente la fragancia que se liberó hizo que Flavio perdiera por un instante la noción del tiempo y el espacio.

Cerró los ojos un momento y como dicen que vienen las secuencias de toda una vida antes del fin, Pam le llegó disuelta e inaprensible como un fuego fatuo. Ora su sonrisa ladeada con dientes blancos en su boquita de reina de corazones, ora su espalda, la curva de su hombro y su cuello con un lunar enmarcados por una melena hasta el cuello, ora el empeine y el dedo gordo del pie derecho, sus muslos o la silueta de su cadera, ora su mirada levemente aviesa, ora vestida de rojo, de negro o gris, ora contoneándose para subir una escalera caracol y abrirle una puerta empotrada en la pared.

—En realidad lo que me invita al amor con otra persona no es su físico, ni su dinero,  sino su aroma —se enfrascó en una disquisición  Pamela—. Nos engañamos. Lo que a la vista e incluso a lo que llamamos la mente le atrae es el efecto de un aroma; en mí es el olfato quien decide, y a veces dicta, con quién quiero estar. Por eso las estrellas de la televisión y el cine y las fotos realmente nunca nos cautivarán, no podemos descubrir qué esencia emanan y si estas hacen reacción en una.

El jorobado de El Edén se reveló a los ojos de Flavio tal cual era: un Contracuasimodo —un corazón mercantilista en un cuerpo abominable—, que, en efecto, no era un cliente que fingía camaradería con el barman, sino que estaba ahí ex profeso para enganchar y conseguir lo que les apeteciera a los pichones que caían por ahí.

—El olfato es quien me dice si quien tengo enfrente es apto para mis fines  —añadió Pam con tono didáctico—. Aunque, claro, hasta el genio de la especie a veces nos toma el pelo como nosotros con nuestros anticonceptivos a él. No somos más que los monigotes de la naturaleza.

—Por la descripción que haces, creo que yo conozco  a tu Pamela…, mmm, sí, esa chica a veces se encuentra con Roco, el psicópata vividor que está sentado junto con los otros dos mamarrachos de negro en aquella mesa…, y van a un hotel de unas cuadras de aquí.

—Y ya hasta tengo pensado un eslogan para comercializar la Quintaesencia: “el amor es un adelanto del paraíso” —le discreteó Pam a Flavio.

*

Eran las once de una noche de principios de los dos mil. Pamela V. —según Óscar el Contracuasimodo— se refugiaba del primer chaparrón del temporal en El Paraíso, un miserable hotel del centro de la ciudad. La acompañaba Roco. Llevaban algunos días experimentando con una metanfetamina que ella había inventado.

En algunos individuos que se impregnaban con la Quintaesencia de Venus y las feromonas de Pam se producía un efecto que les habría las puertas a un mundo más intenso y original que en el que discurrían, tan limitado respecto a sus bolsillos, educación y sensibilidad. En lo tocante al bruto de Roco, lo ponía en un estado de trance que le hacía repetir como un mantra las palabras “trascendente”, “sublime”, “divino” y luego de un tiempo breve lo enviaba a un ensueño profundo.

En última instancia Pamela, quien también probaba los efectos de su propia invención, se felicitaba y concluía que en dosis pequeñas esta funcionaba como estimulante, pero en elevadas el elixir, incluso, podría matar a un mamífero del tamaño de King Kong.

El diluvio cesó y pronto un fresco aroma a tierra mojada entró por la ventana de su cuarto de hotel. Roco estaba tirado boca arriba en la cama, perdido en el sueño trascendente y divino al que lo indujo la Quintaesencia de Venus que Pamela había colocado estratégicamente en algunos puntos neurálgicos de su cuerpo para que su cobayo se perdiera y así luego ella pudiera esfumarse de su vigilante, celosa y estúpida mirada.

Al otro lado de la ventana como en una película estereotipada, las letras luminosas que anunciaban bares, cantinas, licorerías y hoteles se apagaban y prendían a intervalos irregulares.

*

—Ey, compita, sé de quién me hablas, seguido la veíamos por acá. A veces acompañaba a Roco, ese mamarracho de traje rayado y zapatos bicolor que está allá. A veces venía y nos la presumía como si ella fuera un animal exótico y él un espécimen selecto.

Flavio volvió a su vaso de bebida y después encendió un cigarro. De pronto sintió que una miga de pan se estrellaba en su cabeza. Luego otras dos. Movió los globos oculares y el cuello y vio que Roco —un grandulón con cara de psicópata y diamante de fantasía en el diente incisivo frontal derecho— y sus compinches reían a su costa.

Esa noche de tremendo chaparrón y truenos como martillazos de Thor, Pamela eclosionó para Roco porque sí. O quizá era una apariencia o un delirio. Este accionó, pero, de hecho, no era el sentido del  gusto el que lo adentró a esa adicción que acaso lo llevaría a la locura primero y luego al trasmundo, sino que con el extracto la fragancia natural de Pamela —que dicho sea de paso comía muchas frutas como cereza, mangos, manzanas y fresas de temporada— se potenciaba.

Cándido dormía un sueño profundo, quién sabe qué podría soñar un gato, afortunadamente no había muerto. Flavio tapó de nuevo la Quintaesencia de Venus.

—Yo no mordí el anzuelo porque hace muchos años que perdí el olfato en un accidente —continuó Óscar el Contracuasimodo, quien al mismo tiempo abría una coyuntura para darle a entender a Roco y sus amigos que guardaran las formas con este chico, pues era su próximo pichón.

Flavio colocó de nuevo el corcho en la boca de la botellita olvidada en un profundo rincón de su armario, aunque esa sustancia lo alcanzaba a asustar le fue imposible tirarla, como si esta ejerciera una influencia sobre su voluntad.

Juan Carlos Cruz

 

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